Si hay un coronel maldito en la Guerra Civil -además de Segismundo Casado, que rindió Madrid al final del conflicto- es Domingo Rey d’Harcourt (1885-1939), defensor de Teruel. El militar fue fusilado por los republicanos en un pueblo de Gerona tras la caída de Cataluña mientras que los franquistas le habían abierto proceso por la rendición. No puede haber mayor desgracia que ser odiado por ambos bandos.
La historia ha sido recuperada ahora con la biografía “El coronel Rey d’Harcourt” (Editorial Delsan) a cargo del historiador Fernando Martínez de Baños Carrillo (Madrid, 1952) y con la colaboración del nieto de la víctima, Fernando Rivera Rey d’Harcourt. El hecho de que el autor sea militar -coronel retirado- y doctor en historia por la Universidad de Zaragoza sin duda ayuda.
La batalla de Teruel -que se libró con temperaturas de hasta 17 grados bajo cero- fue una de las más cruentas de la guerra y, a la postre, inútil. Como dice Martínez de Baños la final de la obra, “no sirvió para nada: sólo se logró la muerte de 100.000 personas”.
Teruel fue la única capital de provincia recuperada por la República aunque a un coste altísimo y de manera efímera. En su día, en todo caso, fue también un golpe moral para el bando franquista y una victoria propagandística para el republicano. Franco no se lo perdonó.
Los combates se prolongaron entre el 15 de diciembre del 1937 -inicio de la ofensiva republicana- y el 7 de enero -fecha de la rendición de la ciudad por el coronel Rey d’Harcourt-. El sufrimiento se prolongó luego hasta el 22 de febrero cuando la ciudad -ahora en manos republicanas- fue conquistada de nuevo por el bando franquista.
Teruel era una punta de lanza en territorio republicano. Franco se decidió después de la batalla por la ofensiva hacia el Mediterráneo para cortar la República en dos en vez de intentar volver tomar Madrid. Los republicanos -con el general Vicente Rojo a la cabeza- habían elegido precisamente la ciudad aragonesa para aliviar la presión sobre la capital.
El coronel Rey d’Harcourt -de artillería, como Napoleón- había nacido en Pamplona el 20 de diciembre de 1885, hijo de un teniente coronel de infantería. A pesar del apellido -era el segundo, que unió al primero- sus orígenes familiares no estaban en Francia sino en Galicia y en Navarra.
Nacido en un ambiente tradicionalista se adhirió al golpe de estado y combatió, en los primeros meses, en diversas localidades de Aragón. Su hijo Enrique murió en la batalla de Brunete tras haber sido ya herido de gravedad en Álava.
D’Harcourt llegó a la ciudad veinte días antes de la ofensiva republicana e intentó organizar la defensa de una área de 180 kilómetros cuadrados y con sesenta kilómetros de frente. El infierno se desató el 15 de diciembre -en una operación cuidadosamente planificada- cuando ejércitos republicanos atacaron por el norte, por el este y por el sur.
La historia es conocida y atrajo la atención de los medios de comunicación internacionales. Hasta Ernest Hemingway, entonces un joven periodista no consagrado como escritor, estuvo ahí. Y el británico Kim Philby, que con los años se haría famoso como topo del KGB, en calidad de corresponsal de prensa.
Las condiciones fueron atroces porque a los combates, a los bombardeos -de artillería y de aviación- y a la falta de víveres había que añadir un frío polar. El general Muñoz Grandes, que mandó luego la División Azul en la URSS, acostumbraba a decir que “para frío, el de Teruel”.
La defensa perimetral que había planteado Domingo Rey d’Harcourt fue cediendo y, al final, tuvieron que refugiarse en algunos edificios como la Diputación, el antiguo cuartel de la Guardia Civil -actualmente sede de dependencias oficiales del Gobierno de Aragón-, la comandancia militar o el seminario, uno de los inmuebles más imponente de todo Teruel.
Tras una defensa desesperada, el coronel -tras consultarlo con el resto de mandos y oficiales como establece el código militar y someterlo a votación- decidió rendirse para evitar más muertes. En los diecisiete días que duró el asedio al seminario, por ejemplo, hubo más de 400 muertos y 800 heridos.
Franco no se lo perdonó nunca porque esperaba una resistencia a ultranza como en el Alcázar y la caída fue una inyección de moral para la República. Pero como dice al autor: “Las razones para optar por la rendición eran inapelables. El 80 por ciento de los oficiales eran baja. Los soldados eran nada más que una masa inerte abatidos por el cansancio, la desesperanza en recibir refuerzos y la obsesión material”.
Prisionero junto a otras cuarenta personas -incluido el obispo de Teruel, Anselmo Polanco- en enero de 1938 fue trasladado a Barcelona. En un principio a un convento de la calle Rosellón habilitado como cárcel, después a otras dependencias y finalmente al castillo de Montjuïc.
El gobierno republicano intentó canjearlo tres veces pero el régimen franquista siempre alegó que “no interesa”. En una de esas ocasiones fue por el líder de Unió Democrática Manuel Carrasco y Formiguera, que acabó siendo fusilado. Carrasco tuvo que huir de la retaguardia republicana porque su vida corría peligro si caía en manos de los incontrolados.
El 26 de enero, antes de la caída de Barcelona, fueron trasladados en camiones hacia la frontera francesa hasta llegar a la localidad de Pont de Molins, en el Alto Ampurdán. En un barranco conocido como can Tretze fueron ejecutados y luego rociados con gasolina sin comprobar si alguno estaba todavía con vida. Inicialmente se atribuyó el fusilamiento a soldados de la División Líster pero el dirigente comunista siempre negó los hechos.
Los restos no tuvieron mejor suerte. Su viuda, Leocadia Alegría, y su hija Ana siempre defendieron su rehabilitación. Hasta le mandó varias instancias a Francisco Franco sin resultado. El traslado desde Pont de Molins al cementerio de Logroño no fueron autorizados hasta marzo de 1972. Y aún en una ceremonia íntima. Ni siquiera fue permitido un coche funerario y tuvo que hacerse en un vehículo particular.
La teoría del autor es que el general Varela quiso utilizar a Rey d’Harcourt como cabeza de turco para tapar sus propios errores. La ofensiva republicana no sólo era conocida por los servicios de información franquistas con antelación sino que el 31 de diciembre estuvieron a punto de liberar la ciudad. Incluso los soldados republicanos se habían retirado. Pero ante la caída de la noche ordenó la retirada de sus hombres y las tropas de la República volvieron a ocupar sus posiciones. / Un reportaje de Xavier Rius